Es más que de sobra conocido el aserto masónico de “trabajar la piedra bruta”
aunque la realidad nos demuestra cada día que hacer realidad esa tesis
resulta más complicado de lo que podría parecer. Es cierto que el método masónico nos proporciona las herramientas necesarias para llevar a buen fin ese cometido, pero no es menos cierto que nos nos proporciona lo esencial, la capacidad para ver cuales son las aristas que debemos eliminar y que tampoco nos proporciona, aparentemente, la fuerza para enfrentarnos a ese ímprobo trabajo.
Muchos son los factores que contribuyen a
dificultar ese trabajo, el principal de ellos nuestro propio orgullo a
admitir que tenemos un defecto, un problema, una postura vital que se
encuentra en las antípodas de lo que se supone que es el “modo de vida masónico”.
A ello se unen una serie de condicionantes que nacen de nuestro propio
crecimiento como personas, y que han ido moldeando nuestra forma de ser
hasta el momento en el que decidimos dar el paso que nos puso a la tarea
de labrar nuestra propia piedra, acomodar en fin nuestra personalidad
y, como no, nuestra manera de relacionarnos con los demás.
En España, por desgracia, la masonería ha sido una institución desaparecida durante un largo periodo de nuestra historia lo que ha hecho que muchos de los que nos sentamos en las columnas de sus templos, talleres, o como mejor nos plazca llamarlos, hayamos llegado a ella con nuestra personalidad moldeada y cimentada no exenta por tanto de vicios y virtudes,
y en las que aquellos suelen pesar -normalmente- más que estas. Tal
circunstancia hace que enfrentarnos a la tarea del pulido o debaste de
nuestra piedra, nuestro yo, resulte especialmente difícil, duro y
complicado, hasta el extremo de que puede resultar una tarea más de
titanes que de seres humanos.
Esa dificultad, la complejidad de la
tarea, y la exigencia de un plus no quiere decir, bajo ningún concepto,
que para enfrentarnos a ella debamos ser gente especial, más bien al
contrario se requiere una buena dosis de humildad, el tratar de
empequeñecernos, el hacer realidad aquello que sucede en la iniciación, renacer y
por tanto tratar de comenzar la tarea desde una perspectiva que nos
permita vernos como realmente somos, dejando a un lado aquellas virtudes
que tengamos para que no nos impidan ver los defectos que tendremos que
eliminar. Todo esto es, naturalmente mi opinión,
seguramente errada como en tantas otras ocasiones, y por supuesto
puesta de manifiesto desde la subjetividad con la que cada cual se asoma
al mundo.
Creo que el secreto está en asumir lo señalado en el párrafo anterior, el renacimiento que se produce -insisto- en la iniciación y
que, entre otras virtudes, tiene la capacidad de hacernos tan iguales
como lo somos en el momento del otro nacimiento, el primero, el que
nos hace personas y nos pone a caminar por eso que conocemos como vida.
El trabajo que acometemos cuando se nos
abren las puertas de la franc-masonería se reduce, realmente, a caminar
en pos del conocimiento, el primero y más importante el propio, y por
ello no importa lo lejos que creamos haber llegado si en el fondo no
hemos sido capaces de detectar cuales son nuestras imperfecciones, y
habernos puesto a la tarea de que cada vez sean menos onerosas para que
en algún momento tengamos una piedra, sino perfecta, cosa difícil donde
las haya, al menos presentable y capaz de encajar al menos, en algún
oscuro rincón -aunque no por ello menos importante- ya que toda piedra
es necesaria para que el edificio se sostenga sobre sus cimientos.
Aprendamos a utilizar las herramientas
que se nos proporcionan, sepamos cómo, cuando y de que manera usarlas
pero tengamos siempre claro que partes de nuestra piedra son las que
impiden que esta encaje en el edificio al que dedicamos nuestros afanes.
Tratemos de construir, tengamos claro que obreros somos y que nuestro primer trabajo se encuentra en nosotros mismos.
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