jueves, 9 de marzo de 2017

El nudo Gordiano

El nudo Gordiano

En el tiempo de este relato, la ciudad de Gordion era como todas sus vecinas en la antigua Anatolia. Sucia, vieja, reminiscente de glorias pasadas y ahora además ocupada por los Macedonios en pleno afán expansivo (hoy lo llamaríamos imperialista).

Este es el marco de mi relato. Era verano. Era de noche. Era la ciudad de Gordion, en Anatolia. Y eran los pasos de un hombre, embozado en un manto blanco de soldado, que caminaba con pie firme hacia la Acrópolis de la ciudad, su fortaleza. Debía ser uno de los “Compañeros”, que era como se denominaban a si mismos la élite de la Caballería Macedonia.
La tenue luz de las antorchas proyectaba fantasmagóricas sombras a las que el paso firme del hombre no parecía temer. Ya en la Acrópolis, entró en el templo de la misma. Allí estaban reunidos un grupo de hombres, que parecían esperarle. Cuando entró, todos se inclinaron, reverentes.
El muchacho se desembozó y correspondió levemente al saludo. Su rostro, hosco y serio. Su mirada, acerada como la del águila. Asió con la mano derecha el mango de su espada, oculta bajo el manto, una mascheta griega cuya empuñadura reproducía una cabeza de león rugiente. Así lo vi, así era Alejandro de Macedonia.
Uno de los hombres se dirigió a él. “Majestad”, le dijo, “nuestro Templo recibe hoy a su más digno visitante, a vuestra Divina Majestad”.
Alejandro sonrió levemente, pero para sus adentros repudiaba el saludo del sacerdote. “Divina Majestad ” El había tenido a Aristóteles por preceptor. El comprendía bien lo que eran los “Misterios” y sus cultos en la antigua Grecia. Sabía que los Dioses nunca habían existido, que eran “metáforas  mitológicas creadas en su origen para trasmitir un mensaje.
Los sacerdotes vivían bien a costa de la credulidad y la incultura del populacho que las tomaba al pie de la letra, que creía literalmente en la existencia de Zeus, de Atenea, de Afrodita… A él también le servía egoístamente que lo hubieran divinizado. Un hombre que lucha por un sueldo puede ser aguerrido, pero quien lucha por una idea en la que cree, demás de peligroso es casi inmortal.
“Sígame, Alteza”, indicó de nuevo el anciano. “Según nuestras leyes ancestrales, dictadas por los Dioses mismos a los Héroes fundadores de Gordion, entraremos primero por la sala bermeja en nuestro periplo por el Templo. Solo los varones pueden pasar ahí; ni mujeres, ni tullidos o deformes ni hombres impíos pondrán nunca un pie en ese Lugar Sagrado. Y una tras otra, el anciano rememoró las normas inmutables ante Alejandro. Tras recitarlas íntegras, concluyó: “Continuaremos por la estancia Negra, hasta llegar al lugar al que has pedido ser llevado… La sala Blanca”.
La sala Blanca… Allí se guardaba una de las leyendas de la antigüedad que Alejandro quería contemplar con sus propios ojos: el Carro de Oro del Rey Gordias de Frigia (que según otros, fue simplemente un campesino… La mitología, ya se sabe). La lanza del carro estaba atada al Yugo que antaño ceñía a los bueyes con un Nudo tan complejo que, según se decía, quien lograra soltarlo se convertiría en Rey de toda Asia. Por eso estaba allí Alejandro.
Para llegar al carro, al Nudo Gordiano, Alejandro pasaría por las salas que fueran necesarias. Transigiría con las estrictas normas “religiosas”, de origen “divino”, “inamovibles por siempre” como le indicaba el sacerdote. Es curioso, ver como las costumbres sociales, las normas de respetabilidad de una época, de un momento histórico concreto, son convertidas por algunos en normas inmutables, eternas, prácticas más importantes en sí mismas que aquellos para los que fueron creadas… Y es que los que así actúan nunca comprendieron el fin primero y último de las normas en si: servir a los Seres Humanos.
No era momento de explicarle esto al sacerdote, ni al resto de la comitiva. Atravesaron las diversas salas en silencio, y al final de la sala negra, tras un tul de oro y plata que el sacerdote descubrió, se encontraba, magnífico, impresionante, el Carro de Oro de Gordias.
Alejandro entró en la estancia. Paseó su mano por el carro y por la lanza del mismo. Era Oro, efectivamente. Y al final de la lanza, allí estaba… El Nudo Gordiano.
Uno de los acompañantes se adelantó y comenzó a hablarle: “Divino Señor”, le dijo, “este nudo está hecho con cortezas de árbol, trenzadas de tal forma que es imposible desatarlas… Muchos Héroes lo han intentado vanamente. La Corona de Asia está prometida al Gran Señor que logre deshacerlo. Si queréis intentarlo, el Nudo os aguarda ”
Todos guardaron silencio. Alejandro no miró las caras de los miembros de la comitiva. Tampoco le hizo falta. Sabía lo que todos estaban esperando: su fracaso.
Si, bajo esos rostros aduladores o silentes se ocultaba la felonía. Esperaban su derrota, si, la derrota del gran Estratega de Macedonia, Alejandro el Conquistador, humillado por un nudo que siglos atrás trenzara un campesino convertido en Rey.
Alejandro tocó el nudo. Lo examinó detenidamente. Su firmeza era tal que no merecía la pena perder el tiempo en intentar soltarlo. El nudo era férreo y retorcido. Como las maniobras de los hombres viles para encumbrarse sobre las espaldas de sus aduladores, aunque causen la ruina de una Nación. Era oscuro como las intenciones siniestras de mantener vivas prácticas inútiles, por los inconfesables intereses de aquellos que “viven del cuento” a costa de aquellas. Era retorcido como las representaciones desviadas de la Divinidad, como la pluralidad de caminos que pretenden ser los únicos en llevarnos de vuelta a la Misma cuando verdaderamente, no existe UN camino de retorno porque lo Divino vive dentro de Cada Ser Humano…
El tiempo se paró en aquel instante. Apenas fue un segundo. La mano que rauda desenfunda la espada, esta que centellea en el aire y el fulgor del acero alumbrado por la tenue luz de las antorchas mientras corta afilado lo que antes fuera un nudo hecho de cortezas de árbol. El Yugo se soltó de la lanza y calló pesadamente al suelo, resonando con su eco en el Templo. El Yugo había caído  Silencio. Todos quedaron estupefactos. En ese momento, Alejandro habló:
“Dijisteis que había que soltarlo, pero ninguno dijo como. Bien, ya está suelto”.
Es cierto que es la paciencia y no la violencia, la que asegura una solución real, estable y duradera. Pero también es cierto que cuando algo se degenera hasta el punto que es difícil reconocer su parecido con lo que fue en un principio, o bien inmoviliza tanto que impide el progreso y nos convierte en rémoras, la solución de Alejandro es digna de tenerse en cuenta. Eso me contó su biógrafo, Quinto Curcio Rufo.
Y así lo escribo yo.

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