Mira con los ojos del Alma
Angelines Escandón
Era la hora en que el sol del mediodía hacía rodar sus rayos por los caminos de Grecia. Al
lado Oriente de la plaza principal un sinfín de mercaderes ofrecían sus productos. Fidias
caminaba entre la multitud deteniéndose aquí y allá para observar algo que, entre lo mucho
que se mostraba, llamaba su atención.
A pesar de sus doce años, jamás había entendido qué sentido tenían aquellos gritos destemplados,
saliendo de las gargantas de quienes lo único que perseguían era que algún incauto
se interesase en sus mercancías, las que no siempre eran de la mejor calidad… Alguien le
empujó por la espalda, dio un pequeño traspié y quedó frente al puesto del anciano… En
torno a él todo se hizo silencio y formó como una cúpula en la que él también quedaba inscrito.
En el centro de ella el anciano hacía girar el torno sobre el que sus manos modelaban
un hermoso jarrón. Sus ojos sin luz se perdían en desconocidos horizontes, mientras sus
labios entonaban una antigua canción que Fidias había escuchado cantar a los sacerdotes en
el templo de Apolo…
Se acercó lentamente, como temiendo romper el hálito sagrado que sentía palpitar en torno
a él. El anciano sintió su presencia, pero no lo saludó; sus manos parecían estar preocupadas
solo de aquel jarrón, que se estilizaba más y más…
Dibujo: César Fernández
El niño decidió hablar. Sus palabras resonaron como si hubiesen sido los primeros sonidos
del cosmos:
- ¡Qué bello… ! ¡Enséñame a hacerlo!
El anciano no respondió, se limitó a dejar de cantar y luego de un rato dijo:
- ¡Tráeme ese recipiente con agua muchacho!
Fidias cumplió la orden y luego volvió a insistir:
- ¿Cómo se hace?
Por toda respuesta obtuvo un largo silencio…
Al poco rato el anciano dijo, con tono oracular:
- Mira con los ojos del alma muchacho; mira con los ojos del alma.
Fidias enmudeció… aquella le pareció una frase sin sentido, ¿qué tenía que ver el alma con
lo que él preguntaba? ¿dónde estaban los ojos del alma?
Desconcertado solo atinó a sentarse al lado del anciano y sus ojos quedaron clavados en la
base del jarrón que giraba sin cesar.
El sol continuaba derramando pródigo, su luz dorada sobre la ciudad; el tiempo transcurría…
seres y objetos se comenzaban a diluir en las sombras del atardecer.
Cuando Fidias levantó la mirada la noche ya había borrado los contornos de las cosas y un
negro manto se extendía sobre la ciudad. Los mercaderes ya no estaban y el anciano comenzaba
a recoger sus enseres. Fidias le ayudó maquinalmente y se dispuso a seguirlo…
- Muchacho, ya es tarde, tu madre debe estar esperándote… es mejor que vayas con ella.
Ahora era Fidias el que no respondía y caminaba detrás del anciano como llevado por un
extraño sentimiento de veneración y olvido…
Se comenzaron a internar por caminos cruzando bosques y pequeños esteros. Fidias sentía
temor, sus ojos no veían y daba traspiés continuamente. Extendió su mano y se aferró a la
túnica del anciano. Estaba dispuesto a seguirlo, a pesar de su miedo y su cansancio.
Al poco rato llegaron a una pequeña choza que servía de vivienda al anciano. Este pareció
olvidarse del pequeño, se acomodó en un jergón de paja y se dispuso a dormir… Fidias hizo
otro tanto; en lo profundo de su ser sabía que era muy importante quedarse allí; el sueño fue
cerrando sus ojos…
Los primeros rayos de luz lo despertaron al alba; el anciano ya se había levantado y le invitó
a compartir con él un pan de centeno y un poco de leche, siempre en silencio, sin pronunciar
una sola palabra. Luego se sentó en el torno y comenzó su labor de alfarero.
Solicitó al muchacho que le alcanzase algunas cosas y le permitió quedarse a su lado.
Luego de transcurrido un rato, le dijo:
- Vamos pequeño, ha de comenzar tu aprendizaje.
Le tomó de la mano y ambos comenzaron a caminar; al poco rato Fidias preguntó:
- ¿Por qué caminan las nubes sin destino? ¿Por qué hacen figuras que luego se borran?
El anciano respondió:
- ¡Mira con los ojos del alma! Ya te lo he dicho, mira con los ojos del alma.
Fidias guardó silencio. ¿Es que siempre el anciano le iba a responder lo mismo?
Al poco rato no pudo controlar su curiosidad:
- ¿Por qué, señor, los seres de la naturaleza nacen y mueren, a dónde van, por qué la flor se
marchita, por qué… ?
El anciano le interrumpió:
- Atiende a las respuestas que te rodean. Cuando veas las leyes que rigen los procesos tus
preguntas serán respondidas; pregúntale a la naturaleza sobre su destino, mira las formas
que dibuja el río en su cauce, escucha los sonidos y las proporciones del vuelo de los pájaros.
Escucha Fidias… escucha…
Fidias estaba confundido, pero guardó silencio y comenzó a observar… Los árboles se mecían
en el viento, soportaban la fuerza en la misma medida en que el viento los empujaba…
toda la naturaleza tenía sonidos especiales, si se cerraban los ojos se oían las voces de los elementos
que respondían como un eco a la voz de los dioses… se oía una música bien ritmada
a lo lejos… se oía…
- ¡Vamos, Fidias, es hora de regresar!
Abrió los ojos, las voces callaron en su interior, había que volver.
Llegaron a la choza y el anciano entró en una habitación cerrando luego la puerta.
- Señor, ¿qué hacéis? Dejadme entrar, quiero aprender.
El anciano respondió secamente:
- Cuando yo muera verás lo que estoy haciendo, no antes.
Un día de invierno, cuando Fidias contaba ya veinte años, el anciano enfermó; su rostro fue
perdiendo el color y sus fuerzas se fueron debilitando, ya no se podía levantar de su jergón.
Fidias alternaba sus visitas a la ciudad en la que vendía los objetos que el anciano hacía, y las
visitas a su madre, con el cuidado que éste necesitaba.
Un día el anciano le dijo:
- Te dije que cuando muriera verías lo que estaba haciendo. Ha llegado la hora, la barca me
espera para llevarme a otras tierras, que yo hace tiempo añoro y veo en mis sueños. ¡Adios
pequeño Fidias! Algún día la humanidad te llamará artista de los dioses y yo habré cumplido
mi misión.
Sus ojos se cerraron, un temblor recorrió su cuerpo y luego una sonrisa se dibujó en sus labios.
Fidias bajó el rostro y sintió un aleteo dentro de su alma; sin embargo no podía acompañar
al anciano, debía quedarse, quedarse en el mundo; dos lágrimas brotaron de sus ojos… Se
levantó con profunda veneración y cubrió el cuerpo del anciano… luego recordó que debía
entrar en la habitación, que por tanto tiempo le había sido negada.
Abrió la puerta. Sobre una mesa un paño blanco cubría el volumen que se adivinaba bajo él…
lo descubrió y sus ojos quedaron clavados en la imagen: Era la cabeza de Zeus y tenía la belleza
sagrada como aprisionada en el material en que estaba hecha, los ojos vacíos, con profunda
mirada, las facciones firmes y definidas, la boca entreabierta como dispuesta a revelar el secreto
más oculto que un hombre anhela escuchar. La tomó entre sus manos, temblaban sin
cesar, la figura resbaló… en el suelo el hermoso Zeus perdió sus contornos y se transformó en
miles de pedazos de greda… Fidias sintió estallar un universo de sentimientos en su interior.
Trató infructuosamente de unir los pedazos, luego su rostro cambió de expresión, toda su vida
estaría dedicada a reconstruir lo que sus ojos habían visto, lo que los ojos de su alma habían
observado…
Aún hoy los extranjeros admiran las ruinas del templo de Zeus Olímpico, imagen que fue llamada
una de las siete maravillas del mundo. Tras él se dibuja, en los cielos de Grecia, la imagen
de un muchacho que aún hoy dice:
- ¡Qué bello, enséñame a hacerlo!
Y se siente el eco de la respuesta:
- ¡Mira con los ojos del alma, muchacho; mira con los ojos del alma… !
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