miércoles, 18 de febrero de 2015

Apreciaciones de Garibaaldi

¿Cuántas veces es capaz alguien de morir o renacer cada día? ¿Cuántas veces de vendarse los ojos? ¿Cuántas de despojarse de todo ante sus semejantes?
Es complicado hacerse preguntas sobre lo obvio, lo cotidiano. Morimos cada noche para resucitar posteriormente. Pero, en honor a esta obviedad, a este milagro diario, se han alzado religiones, mitos como el del ave fénix.
La resurrección, el renacimiento, siempre producen en quien la padece, un efecto catártico, un antes y un después. Las cuestiones que nos llevan a implementar semejantes revoluciones internas son, a menudo, detonantes insignificantes. Detalles que en el pasado siquiera le llaman a uno la atención. Si esto es así, ¿qué es aquello que agranda esos detalles con el tiempo para convertirlos en algo tan determinante que propicie nuestra propia muerte intelectual, moral o espiritual?
En mi caso, son tantas insignificancias, sembradas durante tantos años, a menudo en terreno yermo, que no podría enumerarlas, siquiera tendría un sentido lógico hacerlo. Las revoluciones internas aplacan su gravedad con los años, pero no por ello son menos profundas. Cuando tenemos algo tendemos a conservarlo, nos hacemos conservadores; y ahí es cuando uno se estanca. Nos conformamos a menudo y por desgracia, con lo que sabemos, perdemos la capacidad de sorprendernos, la necesidad vital de rebelarnos, pues nuestros bienes materiales nos colman con una venda lo suficientemente amplia para tapar nuestros ojos y nuestra nariz ante el mundo, ante tal decadencia. Pero precisamente el no tener nada, el vacío que produce estar rodeado de la ruina moral e intelectual del momento, debe ser el acicate para darnos el valor suficiente de mirarnos en el espejo con sinceridad e identificar al enemigo que llevamos dentro, asumirlo como parte de nosotros, y conocerlo para realizar una síntesis superadora que nos permita elevar el intelecto a un estado superior de perspectivas sobre el mundo.
Cuando en una pequeña muerte se reproduce otra más grande, día tras día, espejo tras espejo, ha llegado el momento de quitarse la venda: ha llegado la hora de renacer, de reconstruirse como un templo, erigirse sobre los muros propios y alzar la cabeza para ver más allá; porque uno no puede morir constantemente, uno no puede abrazarse a la oscuridad. Una persona que se considere tal, con su dignidad malherida, con un mínimo de honestidad hacia sí mismo y hacia los demás, no puede permanecer en el mismo sitio ya que, al igual que Ulises, todos tenemos nuestra Ítaca.
Los secretos para construir este templo permanecen ocultos en nuestra condición humana, residen en lo más profundo de cada ser, y debe ser él mismo, en conjunción con sus hermanos de condición o clase, el que rompa esas ataduras por su bien y el de los suyos. Debemos saber, que si los cimientos de esta construcción son débiles, si el cemento no fragua adecuadamente, la catedral se desmoronará inexorablemente. Esos cimientos débiles, son los que soportan hoy día la cultura en la que estamos inmersos, a saber: la superficialidad, lo inmediato, el beneficio a costa de lo que sea, la corrupción, las guerras sin motivos, el consumo voraz de los recursos naturales, y un largo sinfín de barro en el que se hunde nuestra civilización.
Por ello decidí ser, entre otras cosas, masón. Porque a diferencia de otras militancias más profanas y profanadas, aquí espero poder cultivar, junto con vosotros, mis hermanos, una perspectiva distinta de la vida, un mejor tratamiento de los asuntos espirituales, una distinta percepción de cómo pulir y modelar el alma a través de la razón y la justicia universal. Quiero ser masón para reivindicar con mis obras lo que pienso, ser consecuente con lo que se dice, estudiar la ciencia del ejemplo, entrar en el templo para salir al mundo, despojarme de todo para todo abrazarlo como ser humano.
Lo que me parece sumamente importante es que el proceso de la iniciación hay que vivirlo, a la vez que hay que morirlo, la verdadera transmisión de lo que pretende el ritual se da sólo al participar en él. Seguramente quienes crearon este ritual que vivimos al ingresar a la masonería, tenían un conocimiento profundo de la naturaleza humana.
Tampoco hay que menospreciar los distintos aspectos que participan en cualquier proceso revolucionario interno; como el amor por la condición humana, a pesar de las constantes decepciones a las que ésta nos somete; me refiero en este caso a la igualdad como una búsqueda constante de la liberación de los yugos personales y sociales, que causan discriminación por causa de género, credo, raza o condición social, puesto que en la libertad plena del individuo reside la redención pura de la raza humana, y la fraternidad, entendida como la solidaridad plena entre hermanos, la voluntad de ayudarnos en esta época aciaga en la que han existido y existen, ciudadanos de segunda, privados de sus derechos más fundamentales, privados de una vivienda digna o de un trabajo para subsistir decentemente.
El hecho fundamental de la creación de un masón, por lo menos en mi caso, la cuestión angular, la base de la pirámide intelectual, es un triunvirato formado por la fe en que la verdad debe prevalecer, en que la espiritualidad debe ser nuestro sostén, y que la razón debe triunfar hermanos, a través de la profundidad de nuestro pensamiento y la efectividad de nuestros actos, debemos poner ese grano de arena en el gran reloj de la evolución, para que no pare, para que siga dando la vuelta y todo vuelva a comenzar constantemente, de la dualidad, del norte y el sur, surge el equilibrio, la síntesis superadora que nos ha traído hasta aquí hoy.
Nunca tuve miedo a lo inesperado, pues inesperada es la vida. El rito de iniciación podríamos describirlo con muchas y grandilocuentes palabras, pero en definitiva se puede resumir en una. Vida. Y en consecuencia muerte. Eres tú y tu contrario, tu reflejo. Es la luz y la sombra. Y nosotros su materialización.

Garibalidi

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