LA INICIACION PITAGÓRICA
Escribe el Prof. Dr. Antonio LAS HERAS
Pitágoras había dispuesto que los aspirantes estuvieran en su escuela por tres años y en silencio.
Debían adquirir enseñanza atendiendo a lo que los ya iniciados hacían. Mientras tanto, acompañaban y
prestaban servicios que no implicaran el conocimiento de los misterios. Cuando los maestros entendían que el
aspirante estaba en condiciones, se lo sometía a un proceso iniciático severo, como lo son todos cuando,
realmente, se trata de iniciaciones y no de remedos de rituales iniciáticos que, al ser descoloridos, no
sirven para garantizar una verdadera transmutación personal.
Al aspirante se le comunicaba que habría de sometérsele a una prueba. Podía rechazar la oferta y
abandonar la escuela si así lo quería y ninguno de los miembros habría de interrogarlo sobre por qué motivo
desistía. Caería en el olvido de aquellos con quienes había compartido en riguroso silencio los recientes
tres años de su vida. Volvería al mundo profano y eso era todo. (Profano es un término sin carga despectiva alguna. Ha de traducirse como “frente al templo”; o sea quien no atrevesó las puertas sagradas y, por ello, desconoce los misterios.)
A quien aceptaba la prueba se lo llevaba al interior de una cueva o habitación tal que, al cerrarse la
puerta, ni el mínimo rayo de luz se filtrara. En el lugar sólo había una mesa y algo para sentarse. El
aspirante era encerrado con una lámpara, un recipiente con agua, pan, una pizarra y tiza. Antes de cerrar, el
maestro designado indicaba un problema que, durante su aislamiento, aquel individuo debía resolver. Siempre
se trataba de una cuestión insoluble (claro que el enclaustrado ignoraba esto). Por ejemplo: “Indique
cómo se resuelve la cuadratura del círculo”.
En su soledad, la persona debía graduar el consumo de agua y pan, cuidar que la luz no se apagara y resolver
el enigma. Todo esto ignorando cuándo la puerta volvería a abrirse. El aislamiento era tal que en modo
alguno podía tener conciencia de cuanto era el tiempo transcurrido.
Finalmente la puerta se abría. El aspirante salía con su mente confundida, perturbada la percepción,
debilitado el cuerpo. En esas condiciones era inmediatamente llevado a un auditorio a cielo abierto
donde todos los integrantes de la escuela lo aguardaban. Pitágoras era el único ausente. Se situaba
al aspirante de pie, sobre una especie de pedestal, haciéndole sostener la pizarra y la tiza utilizadas
para resolver el interrogante. Frente a él estaban los maestros, a su izquierda los iniciados de primer grado
y a la derecha los de segundo.
El maestro designado preguntaba en voz alta si había sido capaz de dar respuesta a tan simple pregunta. El
aspirante decía lo que podía o lo que se le ocurría que, por supuesto, no era correcto. Entonces la
asamblea prorrumpía en estentóreas risas y burlas. Se le permitía volver a explicar. Hecho esto, y otra vez
errado, las burlas se hacían más y más crueles.
Cuando la carga emocional lo superaba, el aspirante tomaba uno de dos caminos. El más frecuente era
agredir de palabra (aunque hubo casos en que también lo fue materialmente) al grupo que se burlaba. El
aspirante comenzaba a afirmar que allí todos eran unos tontos, que él ya no quería pertenecer a un sitio así,
que todo había sido un error y que esperaba de aquellos hombres otra cosa.
Mientras el aspirante seguía con sus insultos, alguien, de lejos y a sus espaldas, hacía su
aparición. Era Pitágoras que decía: “Puesto que, según tu entendimiento, has comprendido lo que somos y
adviertes que somos indignos de tu presencia, ya mismo abandonas nuestras escuela y nos olvidas para siempre
como ahora mismo hacemos contigo”.
Aunque no todos, muchos aspirantes en ese momento comprendían su error. Se había tratado de una prueba
para conocer la templanza adquirida y medir el verdadero interés que guiaba al interesado. De nada
valía ya cambiar de opinión, pedir clemencia u ofrecerse a empezar de nuevo. La suerte estaba
definitivamente echada. Había reprobado y esto era para siempre.
Otros reaccionaban diferente. Eran los que, destrozados sus nervios por la imposibilidad de dar
una respuesta adecuada y agobiados por las burlas tan crueles, caían de rodillas en la arena pidiendo que se
aceptara su error y que en modo alguno se lo excluyera por esto de la escuela. Gritaban que seguirían
limpiando en silencio, aprendiendo con apenas mirar, que estaban dispuestos a lo que los maestros ordenaran
pero que no se les invitara a irse.
Avanzada esta confesión del aspirante, sus palabras eran interrumpidas por la voz de Pitágoras que surgía
de lejos y a sus espaldas. Con expresión cálida y protectora, manifestaba: “Puesto que has demostrado
con tus hechos que es tan importante para ti permanecer aquí para seguir aprendiendo, a partir de
hoy nosotros contamos contigo”.
Luego, la asamblea en pleno dejaba sus escaños para dirigirse a la arena, ayudar al aspirante a ponerse de
pie e inmediatamente cubrirlo de abrazos y palabras de aliento.
Ahora sí comenzaba el verdadero proceso de iniciación.
Le esperaban siete años de exigentes enseñanzas, tras lo cual atravesaría los ritos iniciáticos que habrían de convertirlo – tras concluirlos – en una persona capaz de integrar de manera armónica todas las potencialidades que la Naturaleza acorde a los designios del Gran Arquitecto del Universo había puesto en su persona.
prestaban servicios que no implicaran el conocimiento de los misterios. Cuando los maestros entendían que el
aspirante estaba en condiciones, se lo sometía a un proceso iniciático severo, como lo son todos cuando,
realmente, se trata de iniciaciones y no de remedos de rituales iniciáticos que, al ser descoloridos, no
sirven para garantizar una verdadera transmutación personal.
Al aspirante se le comunicaba que habría de sometérsele a una prueba. Podía rechazar la oferta y
abandonar la escuela si así lo quería y ninguno de los miembros habría de interrogarlo sobre por qué motivo
desistía. Caería en el olvido de aquellos con quienes había compartido en riguroso silencio los recientes
tres años de su vida. Volvería al mundo profano y eso era todo. (Profano es un término sin carga despectiva alguna. Ha de traducirse como “frente al templo”; o sea quien no atrevesó las puertas sagradas y, por ello, desconoce los misterios.)
A quien aceptaba la prueba se lo llevaba al interior de una cueva o habitación tal que, al cerrarse la
puerta, ni el mínimo rayo de luz se filtrara. En el lugar sólo había una mesa y algo para sentarse. El
aspirante era encerrado con una lámpara, un recipiente con agua, pan, una pizarra y tiza. Antes de cerrar, el
maestro designado indicaba un problema que, durante su aislamiento, aquel individuo debía resolver. Siempre
se trataba de una cuestión insoluble (claro que el enclaustrado ignoraba esto). Por ejemplo: “Indique
cómo se resuelve la cuadratura del círculo”.
En su soledad, la persona debía graduar el consumo de agua y pan, cuidar que la luz no se apagara y resolver
el enigma. Todo esto ignorando cuándo la puerta volvería a abrirse. El aislamiento era tal que en modo
alguno podía tener conciencia de cuanto era el tiempo transcurrido.
Finalmente la puerta se abría. El aspirante salía con su mente confundida, perturbada la percepción,
debilitado el cuerpo. En esas condiciones era inmediatamente llevado a un auditorio a cielo abierto
donde todos los integrantes de la escuela lo aguardaban. Pitágoras era el único ausente. Se situaba
al aspirante de pie, sobre una especie de pedestal, haciéndole sostener la pizarra y la tiza utilizadas
para resolver el interrogante. Frente a él estaban los maestros, a su izquierda los iniciados de primer grado
y a la derecha los de segundo.
El maestro designado preguntaba en voz alta si había sido capaz de dar respuesta a tan simple pregunta. El
aspirante decía lo que podía o lo que se le ocurría que, por supuesto, no era correcto. Entonces la
asamblea prorrumpía en estentóreas risas y burlas. Se le permitía volver a explicar. Hecho esto, y otra vez
errado, las burlas se hacían más y más crueles.
Cuando la carga emocional lo superaba, el aspirante tomaba uno de dos caminos. El más frecuente era
agredir de palabra (aunque hubo casos en que también lo fue materialmente) al grupo que se burlaba. El
aspirante comenzaba a afirmar que allí todos eran unos tontos, que él ya no quería pertenecer a un sitio así,
que todo había sido un error y que esperaba de aquellos hombres otra cosa.
Mientras el aspirante seguía con sus insultos, alguien, de lejos y a sus espaldas, hacía su
aparición. Era Pitágoras que decía: “Puesto que, según tu entendimiento, has comprendido lo que somos y
adviertes que somos indignos de tu presencia, ya mismo abandonas nuestras escuela y nos olvidas para siempre
como ahora mismo hacemos contigo”.
Aunque no todos, muchos aspirantes en ese momento comprendían su error. Se había tratado de una prueba
para conocer la templanza adquirida y medir el verdadero interés que guiaba al interesado. De nada
valía ya cambiar de opinión, pedir clemencia u ofrecerse a empezar de nuevo. La suerte estaba
definitivamente echada. Había reprobado y esto era para siempre.
Otros reaccionaban diferente. Eran los que, destrozados sus nervios por la imposibilidad de dar
una respuesta adecuada y agobiados por las burlas tan crueles, caían de rodillas en la arena pidiendo que se
aceptara su error y que en modo alguno se lo excluyera por esto de la escuela. Gritaban que seguirían
limpiando en silencio, aprendiendo con apenas mirar, que estaban dispuestos a lo que los maestros ordenaran
pero que no se les invitara a irse.
Avanzada esta confesión del aspirante, sus palabras eran interrumpidas por la voz de Pitágoras que surgía
de lejos y a sus espaldas. Con expresión cálida y protectora, manifestaba: “Puesto que has demostrado
con tus hechos que es tan importante para ti permanecer aquí para seguir aprendiendo, a partir de
hoy nosotros contamos contigo”.
Luego, la asamblea en pleno dejaba sus escaños para dirigirse a la arena, ayudar al aspirante a ponerse de
pie e inmediatamente cubrirlo de abrazos y palabras de aliento.
Ahora sí comenzaba el verdadero proceso de iniciación.
Le esperaban siete años de exigentes enseñanzas, tras lo cual atravesaría los ritos iniciáticos que habrían de convertirlo – tras concluirlos – en una persona capaz de integrar de manera armónica todas las potencialidades que la Naturaleza acorde a los designios del Gran Arquitecto del Universo había puesto en su persona.
Dr. Antonio LAS HERAS
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