El primer deber del iniciado
La Iniciación no es de orden meramente intelectual y no tiene por objeto satisfacer la curiosidad gracias a la revelación de ciertos misterios inasequibles al profano. Lo que nos viene a enseñar no es una ciencia más o menos oculta, ni una filosofía que nos diera la solución de todos los problemas: es un Arte, el arte de la Vida.
Ahora bien: la teoría puede ayudarnos a comprender mejor un arte; pero sin la práctica no existe el artista. De la misma manera, no es realmente iniciado quien no posea verdaderamente el arte iniciático y es, por tanto, de absoluta necesidad aprovechar todas las oportunidades para ponerle en práctica.
Por otra parte, ¿cómo podremos empezar a practicar el arte de vivir? Muy sencillamente, procurando ayudar a nuestro prójimo. La vida es un bien colectivo: no nos pertenece particularmente; para disfrutarla debemos participar de la vida de los demás, sufrir con los que sufren y dar cuanto de nosotros dependa para aliviar sus penas.
Cuando en una Logia masónica el hermano hospitalario cumple su misión respecto al neófito, viene a recordarle que su primer deber es ayudar a los desgraciados. Podrá ver más adelante que nunca quedan olvidados los que están en el infortunio: en toda reunión masónica es obligación circular, antes de la clausura, el tronco de beneficencia.
Esta costumbre, que se observa en el mundo entero, da a la Francmasonería un carácter humanamente religioso que nunca tendrán las asociaciones profanas que pretendan revelarnos los misterios.
En todo tiempo ha habido charlatanes pontífices e hierofantes: prometen darnos una ciencia infalible, un poder ilimitado, la riqueza en este mundo y la felicidad en el otro. No piden, en cambio, más que confianza absoluta en sus palabras y ser reverenciados como semidioses. Innumerables son los que se dejan engañar y se jactan de ser iniciados después que han llegado a asimilarse algunas doctrinas y han aprendido a contentarse con el espejismo de ciertos fenómenos que más bien pertenecen a la patología: las teorías que todo lo explican y los equilibrios psico-fisiológicos nada tienen que ver con la Verdadera Iniciación.
Esta –y nunca se dirá bastante- es activa. Nos hace copartícipes en una obra, la Obra por excelencia, la Magna Obra de los Hermetistas. La Iniciación no se busca para saber, sino para obrar, para aprender a trabajar. Según el lenguaje simbólico empleado por cada escuela de iniciación, el trabajo tiene por objeto la transmutación del plomo en oro (Alquimia) o la construcción del Templo de la Concordia Universal (Francmasonería). En un caso como en el otro, se trata de realizar un mismo ideal de progreso moral. Lo que persigue el Iniciado es el bien de todos y no la satisfacción de sus pequeñas ambiciones particulares. Si no ha muerto para todas las mezquindades, es prueba de que sigue profano todavía.
Si verdaderamente ha pasado por las pruebas, su único anhelo será ponerse al servicio del perfeccionamiento general, colectivo y, por consiguiente, correr en ayuda del compañero de fatigas agobiado por el peso de su tarea. Ayudar al prójimo, he aquí el primer deber del Iniciado.
Su ayuda espontánea irá a quien le llame. No se entretendrá en buscar si el sufrimiento es o no merecido, si es la consecuencia de un mal Karma procedente de anteriores encarnaciones; los favorecidos de este mundo no están autorizados a creerse mejores que los parias de la existencia.
Una doctrina que tendiera a sugerir sentimientos de tal naturaleza resultaría eminentemente anti-iniciática. Quien soporta dignamente el dolores un aristócrata del espíritu y es acreedor a nuestro respeto si la suerte ha sido más clemente para nosotros. Sus sufrimientos no son necesariamente expiación de unas faltas que pudiera haber cometido, y sostener semejante tesis equivale a una impiedad. Todo esfuerzo produce un sufrimiento que hace más meritorio nuestro trabajo. El dolor es santo y debemos honrar a quienes lo sufran.
Lo mejor que podemos hacer es, desde luego, solidarizarnos con ellos, compartir sus penas y sus angustias y ayudarles del mejor modo que sepamos, materialmente y moralmente. Toda iniciación que no empiece por la práctica del amor al prójimo resulta falaz, por grande que sea el prestigio que quiera dársele.
Por el fruto se conoce el árbol. Aunque no proporcione a la humanidad una alimentación del todo sana y reconstituyente, el árbol puede, sin embargo, ofrecerle un abrigo bajo sus ramas, por más que tan sólo sea utilizable su madera, una vez cortado. Para juzgar una institución es, por lo tanto, preciso ponderar los servicios que presta a la humanidad.
Si no inspira a los individuos sentimientos más humanos, si gracias a su influencia no sienten cada día más profundamente el amor, si no se vuelven más serviciales unos para otros, no tiene derecho a proclamarse iniciática, porque la Iniciación se basa sobre el desarrollo de todo cuanto contribuye a elevar al hombre por encima de la animalidad: por el corazón más bien que por la inteligencia.
Podemos comprender así toda la importancia del rito que invita al neófito a contribuir a la asistencia de viudas y huérfanos, en cumplimiento de su primer deber de Iniciado
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