La comida que encontramos en los supermercados de Occidente es de exposición: tomates rojos inmaculados, enormes manzanas tan brillantes que puedes ver tu reflejo, huevos idénticos, del mismo color moreno, envasados con primor… La decepción llega tras comprobar que tanta belleza no tiene reflejo en el paladar. Comida perfecta que no sabe a nada. Y lo que es aún peor, la obsesión de los productores por obtener frutos grandes y atractivos puede estar afectando a su valor nutricional.
Micronutrientes no ‘fichados’
Hace algunos años, estudios separados compararon los datos históricos de las tablas nutricionales en EEUU y el Reino Unido con los valores actuales. Se encontraron con que las espinacas actuales tenían la mitad de vitamina C que las de hace cuarenta años. Las berzas habían perdido un 40% de potasio y un 80% de magnesio. En otros casos había descensos del cobre, calcio, hierro, manganeso y las vitaminas A y C. ¿Estaban equivocados los análisis más antiguos? ¿Adónde habían ido a parar los nutrientes que faltaban?
Hay multitud de factores que pueden afectar al contenido en nutrientes de una verdura: la composición del suelo, los fertilizantes utilizados, la rotación de las cosechas, madurez en el momento de la recogida, pero sobre todo, la variedad cultivada. Las variedades que se consumen ahora no se parecen en nada a aquellas que existían hace medio siglo.
A finales del siglo XIX, Malthus predijo una inminente hambruna causada por la superpoblación del planeta. Apenas 80 años después, la población mundial se había cuadruplicado sin que llegara el tan temido desastre. Lo que ocurrió fue que los rendimientos de las cosechas se multiplicaron gracias a los fertilizantes sintéticos, los pesticidas y sobre todo, las “plantas enanas”, variedades agrícolas que en lugar de crecer con más altura producían frutos más grandes. La revolución verde había salvado a la humanidad.
Sin embargo, el aumento del rendimiento tiene un precio. Se ha podido comprobar que el exceso de nitrógeno en el suelo favorece el crecimiento de las plantas, pero en contrapartida hace disminuir su contenido en magnesio y vitamina C. Por otra parte, los fertilizantes no reponen los oligoelementos, y sin la intervención adecuada, los suelos terminan agotándose. Se calcula que la mitad de los cultivos del planeta muestra algún tipo de deficiencia de micronutrientes en el suelo, especialmente zinc, hierro y manganeso. Si no está en las plantas, tampoco estará en la dieta de las personas que vivan en ese lugar.
“Ni las variedades son las mismas, ni las condiciones de cultivo son tampoco idénticas”, comenta Francisco Pérez Alfocea, investigador del departamento de nutrición vegetal del CSIC. “Una planta tiene una capacidad genética de crecimiento, y necesita de una cierta cantidad de nutrientes para poder desarrollarse. Si hay una mayor concentración, el exceso se acumula en sus tejidos; es lo que llamamos nutrición de lujo. Como las variedades son cada vez más eficientes, el exceso de nutrientes en el fruto es cada vez menor.”
Verduras diluidas
Este es el efecto de la llamada “dilución genética”, el uso de variedades que producen los frutos más grandes utilizando la menor cantidad posible de recursos. “Los programas de mejora son para satisfacer al productor, no al consumidor” afirma Antonio Leyva, investigador del Centro Nacional de Biología del CSIC. “El agricultor quiere un producto con muy buen aspecto, y sobre todo, con mucho más peso. Esto se ha conseguido mejorando la capacidad para acumular agua, pero no sabemos con seguridad si realmente ha mejorado la captación de otros nutrientes”.
Según Pérez Alfocea: “Hay que asumir de una vez que el rendimiento es inversamente proporcional a la calidad del producto. Las variedades silvestres o tradicionales son de crecimiento lento y poco productivas, pero con mucha más calidad que las modernas en sabor y valor nutricional. Es como si lo tuviesen todo más concentrado. Por ejemplo, el tomate RAF, para ser de verdad “pata negra” no puede dar más de cuatro kilos por planta. Si se pretende obtener más rendimiento, entonces pierde calidad. Lo mismo ocurre con los tomates cherry, que tienen mayor concentración de nutrientes.”
Estas posibles deficiencias en el contenido nutricional de las frutas y verduras coincide con varias observaciones sobre las carencias de vitaminas de las personas. Se han detectado deficiencias en la población de EEUU y
Europa en vitamina D, zinc, hierro y manganeso. A pesar de todo, los casos realmente graves son poco comunes en Occidente, y las carencias no son tan fáciles de detectar. Una persona con una dieta deficiente puede pasar meses o años antes de presentar síntomas por falta de vitamina A, D o B12. El escorbuto, producido por una falta absoluta de vitamina C, tarda seis meses en manifestarse. Otros síntomas pueden ser más discretos: uñas quebradizas, dolores de cabeza y calambres.
Europa en vitamina D, zinc, hierro y manganeso. A pesar de todo, los casos realmente graves son poco comunes en Occidente, y las carencias no son tan fáciles de detectar. Una persona con una dieta deficiente puede pasar meses o años antes de presentar síntomas por falta de vitamina A, D o B12. El escorbuto, producido por una falta absoluta de vitamina C, tarda seis meses en manifestarse. Otros síntomas pueden ser más discretos: uñas quebradizas, dolores de cabeza y calambres.
Omega y omega
Las plantas no son los únicos alimentos que están sufriendo variaciones debidas a la explotación. Las técnicas de la ganadería y la acuicultura actuales están cambiando la composición de la carne y el pescado. Es aquí donde entran en juego los ácidos grasos esenciales; en concreto, los conocidos omega-3 y omega-6. Se llaman esenciales precisamente porque nuestro cuerpo no es capaz de producirlos.
A partir de ellos, nuestro organismo sintetiza los eicosanoides, unas moléculas que regulan entre otras cosas los procesos de inflamación. El omega-6 es inflamatorio, y el omega-3 todo lo contrario. Si el balance entre ambos no es el adecuado y hay un exceso de omega-6, entonces llegan la obesidad, enfermedades cardíacas, hipertensión, exceso de triglicéridos y la artritis. Por tanto, la dieta ideal es la que contiene una proporción entre omega-6 y omega-3 entre 4:1 y 1:1.
En nuestra dieta, los ácidos grasos omega-6 se obtienen sobre todo de los aceites vegetales y frutos secos, mientras que la principal fuente de omega-3 es el pescado azul. Por desgracia, la dieta occidental típica contiene un exceso de omega-6. El balance se ha roto en los productos de origen animal. En la carne de animales salvajes, o de los criados con pasto al aire libre, la proporción de omega-6 y omega-3 es cercana a 1:1. En cambio, en las vacas y cerdos criados con grano el omega-3 desciende tremendamente y la proporción se dispara
a 20:1. Lo mismo ocurre con la leche y, en menor medida, con los huevos.
a 20:1. Lo mismo ocurre con la leche y, en menor medida, con los huevos.
El pescado graso es sin duda la mejor fuente de omega-3. Sin embargo, los peces criados en piscifactorías, y que son alimentados con piensos, también muestran un descenso notable. El salmón noruego ha visto reducido su contenido en omega-3 a la mitad en los últimos diez años, según reconocen los propios productores. Aun así, sigue ganando por goleada a cualquier leche enriquecida.
Solución orgánica, solución genética
Frente a un posible declive en la calidad de los alimentos convencionales, la agricultura orgánica parece la mejor solución al problema, ¿verdad? Pues no es así. En un estudio sistemático de 2009 en el que se revisaron más de 160 artículos que comparaban los valores nutricionales de productos orgánicos con los convencionales, no se pudieron encontrar diferencias significativas. La producción orgánica se está convirtiendo en una gran industria en todo el mundo occidental. Pero realmente, el hecho de utilizar determinados tipos de fertilizantes o renunciar a la modificación genética no parece garantizar que el contenido nutricional de los productos resultantes sea mucho mejor. De hecho, aunque suene extraño, la modificación genética es la que está consiguiendo productos realmente enriquecidos en nutrientes.
En 2008, un equipo de científicos italianos consiguieron tomates de un color morado oscuro, practicamente negro. En estos tomates se habían modificado los genes que regulan la expresión de las antocianinas, los tan deseados antioxidantes presentes en las moras y los arándanos, y que se han relacionado con la prevención del cáncer. Por su lado, un equipo de investigación de la Universidad de Málaga consiguió triplicar el contenido en vitamina C de las fresas de Huelva plantando una variedad modificada genéticamente.
Otras líneas de investigación buscan mejorar las razas de ganado para obtener carne con menos contenido en colesterol; y trigo sin gluten, apto para celíacos. Si las carencias nutricionales son un problema menor de salud en Occidente, en los países en desarrollo es una cuestión de supervivencia. Con una dieta muy limitada, tanto en cantidad como en variedad, las deficiencias de vitaminas y minerales impiden que un tercio de la población mundial alcance su potencial humano. La falta de hierro afecta al desarrollo intelectual de los niños. La carencia de vitamina A, al sistema inmunitario; y produce ceguera. La falta de yodo durante el embarazo hace que veinte millones de bebés nazcan cada año con discapacidad mental.
Ante esta terrible realidad, los alimentos modificados genéticamente pueden ser la salvación. La variedad de arroz golden rice, que ha sido modificada genéticamente para aportar vitamina A, puede ser la solución para los casos de ceguera por xeroftalmia que se producen en el Sudeste asiático por deficiencias en el arroz convencional.
La fundación Bill y Melinda Gates ha donado recientemente más de siete millones de dólares para un proyecto de enriquecimiento de la yuca para aumentar su contenido en zinc, vitaminas A y E, hierro y proteínas, ya que se trata de un alimento pobre en nutrientes que constituye la base de la alimentación en gran parte de África.
Con un poco de sentido común, la comida del futuro puede ser mucho mejor que la que alimentaba a nuestros abuelos.
Lo que necesitamos, tal y como explica el profesor José Miguel Mulet, es que acabemos por aceptar socialmente la modificación genética de los alimentos. “Todo se reduce a un problema de concienciación”, afirma el experto. “Tenemos que darnos cuenta de que lo hemos hecho durante toda la vida, aunque a ciegas. Pero ahora lo podemos hacer de forma diseñada y específica. Los alimentos resultantes son seguros, porque ningún otro producto supera tantas pruebas. Por eso, los motivos del rechazo son de índole casi religiosa”.
En resumen, la solución parece estar en cambiar nuestra conciencia. ¿Seremos capaces?
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