lunes, 18 de agosto de 2014

LA MUJER Y LA FE RELIGIOSA

LA MUJER Y LA FE RELIGIOSA
La superestructura eclesiástica judeo cristiana occidental, originada en la teología bíblica fundamentalista, tiene una triste y lamentable historia de discriminación en contra del género del que más soporte y apoyo ha recibido durante siglos. Las mujeres han sido y son el sostén real -por doméstico, cotidiano y permanente-, de cuanta iglesia y creencia religiosa nace crece y se reproduce en el mundo. Una buena parte de las mexicanas son ejemplo vivo de ello.
Desde que el apóstol Pablo escribió al joven Timoteo: “porque no permito a la mujer enseñar… sino estar en silencio” (versión bíblica Reyna-Valera), se marcó el rumbo de todas las religiones en su férrea reglamentación interna de prohibiciones femeninas eclesiásticas.
La mujer no es apta para dirigir iglesia alguna. La fe se le concede como graciosa dádiva varonil para escuchar y callar desde su espacio: sentadas en las bancas, arrodilladas o tiradas en el piso. Si los jerarcas religiosos entendieran que son las mujeres las promoventes más dignas y convencidas de la fe y los dogmas, de cuanto alcanzan a entender y a creer de la biblia, otra suerte les valdría a ellas, las verdaderas creyentes. Las sacerdotisas de cuanto hogar se ha convertido en iglesia secular.
Ni siquiera les reconocen que es por ellas que sus templos se llenan con el 70 por ciento de féminas bien sentaditas y acomedidas a rezar, cantar y entregar su respectiva limosna dominical, para que pastores y sacerdotes vivan de lo que ellas pueden recortarle a su mandado. Y en gran mayoría, cada una de sus devotas acciones es realizada sin fingimiento, con ese extraño, pero admirable, sentimiento religioso femenino, que por desgracia muchas veces se convierte en prejuicio, superstición y fanatismo –lamentable que sea el femenino el peor y más recurrente de los fanatismos religiosos; el más crédulo, el más manipulable, el más explotable.
Si examinamos la historia de las religiones, de cualquier tendencia en el mundo, y de México en particular, es evidente que son las mujeres el factor más importante para mantener, defender y transmitir creencias metafísicas populares; defendiéndolas, incluso, del ateísmo funcional de la mayoría de los varones; para quienes ir o presentarse ante el altar de una iglesia tres o cuatro veces en la vida y luego de vez en cuando en Navidad o Semana Santa, es más que suficiente para alcanzar la salvación. A la mayoría de los hombres leer la biblia les aburre, y ser religiosos sin poder eclesial les degrada.
¿Quién no ha aprendido su religión en el regazo de su propia madre? ¿Quién puede dudar que las mujeres han sido el baluarte más importante para la tradicional transmisión, de madres a hijos, de toda religión en el mundo?. Hace muchas décadas que nuestro planeta entero fuera ateo si no fuera por las mujeres.
Entonces ¿por qué excluir, discriminar y despreciar a este vital y más numeroso sector de la población, negándoles cuanto derecho humano han podido?
Las iglesias en todo el orbe han sido más que crueles con las mujeres. En la época medieval con su horrorizante maquinaria de torturas y ejecuciones contra las “brujas herejes” a las que la Iglesia Católica quemaba vivas en el espectáculo público de la “santa inquisición”, --hechos por los que el Papa, Juan Pablo II, pidió tímidas disculpas.
En paralelo histórico, los brutales castigos de ignominia social, con los que las primeras iglesias protestantes americanas –cuáqueros y anabaptistas- obligaban a las adúlteras de las colonias fundadoras del imperio norteamericano a portar su identificación de mujer pecadora, con una enorme letra bordada en su vestimenta. Deleznable práctica que hiciera famosa, en el siglo XVIII, el escritor estadounidense Nathaniel Hawthorne en su genial novela “La Letra Escarlata”. Que decir de los fanáticos de sectas musulmanas y su inhumana práctica de amputación del clítoris de las niñas en pleno siglo XXI. ¿Puede haber crueldad, fanatismo y estupidez religiosa más grande? No lo creo.
Las sometidas mujeres religiosas guardan para sí las ganancias de su fe. Muchas de ellas son aliviadas de sus traumas, temores y pecados, gracias a los repetitivos ritos que protagonizan en los templos. Las mujeres obtienen tranquilidad y combaten sus neurosis con personalísimos trances de éxtasis espiritual, en los que por minutos pueden perder la conciencia de su yo y recibir los goces de un espíritu suprahumano que sólo ellas conocen a ciencia cierta.
Las religiones han sabido montar psicodramas de sanación y exorcismos contra el maligno Satán, al que se puede culpar de todos los pecados de la debilidad femenina, para que las feligresas crean y fundamenten su fe con algo visible y palpable, aunque más de las veces falsificable.
También ha aprendido a desahogar sus desesperaciones con prolongados rezos y rosarios de plegarias (casi siempre con ofrenda de lágrimas), al dios todopoderoso, al padre protector necesario, que les perdonará siempre y les premiará con la felicidad eterna del paraíso recobrado, si soportan su triste realidad actual.

Ahí seguirán las subyugadas mujeres dando la lucha por la fe, en un mundo varonilmente escéptico que las mantendrá a raya hasta descubrir científicamente de dónde sacan su fuerza para seguir creyendo.

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